Mi acorde secreto (Pieza de teatro-musical)
Me gusta pensar que aquella tarde-noche del 21 de septiembre de 1934, cuando llegué a este mundo, llovía. Quiero creer que la vida me recibió con su música, con el sonido intenso, constante y grave de una lluvia de otoño, como un presagio futuro de cómo sería el color de mi voz.
Me bautizaron como Eliezer ben Nissan Hacohen, aunque ese es mi nombre religioso, el judío, pero para el resto del mundo acabaré siendo conocido como Leonard Norman Cohen.
Mis ojos vieron la luz en Westmount, un pequeño barrio de Montreal, en Canadá. Allí, en la avenida Belmont, en el número 599 está nuestro hogar, una pequeña pero acogedora casa de dos plantas a la que se accede a través de un estrecho camino de piedras que divide el modesto jardín en dos. Un frondoso árbol nos brinda su agradecida sombra cada verano.
Mi madre es Marsha, Marsha Klonitsky, la hija del rabino Solomon Klonitsky-Kline cuya familia conserva aún sus raíces lituanas.
Mi padre, hijo de Lyon Cohen un emigrante polaco, es Nathaniel Cohen, un hombre trabajador que madruga a diario para dirigir la empresa familiar.
Como muchas familias judías, la mía arrastra en su sangre un origen emigrante y la carga de un pasado religioso. Mi padre proclama orgulloso que él, y por tanto yo también, descendemos del propio Aarón, el sumo sacerdote, el hermano de Moisés.
Y así lo atestigua nuestro apellido, “Cohen”, que en hebreo significa “sacerdote”. Un oficio, o mejor dicho un estatus, que el propio Dios concedió, por primera vez, a Aarón y con él a todos sus descendientes varones. Con ese convencimiento empecé a crecer, con el valor y la sabiduría que mis ancestros me transmitieron generación tras generación, una sabiduría que volqué en mis poemas y mis canciones, como todo el mundo sabe.
Mi primer encuentro con la tristeza, que después nunca me abandonaría, fue cuando tenía nueve años. Ese acabó siendo uno de los años más oscuros de mi vida.
¡Perdí a mi padre! Era invierno, caía la nieve y, como en un acto poético, sin testigos, entré en su habitación. Abrí el armario y tomé una de sus corbatas de lazo.
Las lágrimas recorrían mi rostro empapando el papel en el que intentaba escribir con mis pequeñas y trémulas manos. Eran mis últimas palabras para él. Salí de la casa, caí de rodillas sobre la nieve y, ayudado de una piedra, abrí un profundo hueco en el suelo.
El cuerpo me temblaba, quizá por el frío, quizá por la tristeza. Con todo mi amor coloqué en el agujero aquella corbata, que tantas veces había visto llevar a mi padre, y sobre ella mi nota de adiós.
Se que cuando hoy, tantos años después, algún grupo de turistas se para frente a la vieja casa familiar sus ojos escudriñan con curiosidad el patio, esperando encontrar algún indicio de dónde, dónde pude enterrar su corbata de lazo. Pero ese secreto, como tantos otros, se perderá conmigo. ¡Nunca la van a encontrar!
Corría 1943. En ese mismo año se escribió una canción que tiempo después versioné. ¿Su título? “La complainte du Partisan”, “El lamento del Partisano”, una canción que evocaba en mi mente imágenes de la guerra civil española, de la persistente resistencia francesa, de los campos de concentración alemanes…
Siempre he pensado y, seguramente me lo habréis escuchado decir en alguna entrevista, “que los nazis fueron derrotados por la música”.